Cuando llegar a Medellín se vuelve pecado
Hoy Medellín está en boca de todos: turistas, nómadas digitales, inversionistas y, por supuesto, críticos de la gentrificación. Las redes se llenan de denuncias sobre el aumento en los arriendos, la “pérdida de identidad” de los barrios tradicionales y la supuesta invasión extranjera. El relato parece claro: hay unos que llegan y otros que pierden. Pero ¿es tan sencillo?
El problema con esa narrativa es que ignora lo fundamental: la historia de la humanidad es, en esencia, la historia de la gentrificación. Desde los primeros asentamientos hasta las grandes metrópolis, los seres humanos han migrado hacia lugares con mejores condiciones de vida, transformando el entorno en el proceso. Lo que hoy llamamos gentrificación no es más que una versión contemporánea de una dinámica milenaria.
El mundo no se creó el año pasado. Hace siglos que ciudades, territorios y culturas cambian porque sus habitantes cambian. Ese cambio no es una desviación del camino: es el camino mismo.
La historia de Medellín es la historia de la gentrificación
Hay quienes preguntan: ¿cuándo comenzó esta transformación? ¿Con los nómadas digitales de 2020? ¿Con el auge del turismo? ¿Con la construcción de Provenza como epicentro de la rumba? No. Medellín comenzó a transformarse desde que fue una manga parcelada por sus antiguos dueños. Antes de que la Comuna 13 fuera convertida en atractivo turístico, en Medellín hubo desplazamientos rurales, urbanización forzada, desarrollo industrial, y sí, también negocios de tierras.
Y si vamos más atrás, podríamos decir que todo empezó hace 500 años, cuando cambiamos oro por espejos. Pero incluso eso es reciente en la línea de tiempo de la humanidad. La historia de América, como la de Europa, Asia o África, es la historia del intercambio, de la conquista, del comercio, de la transformación constante.
Medellín no fue excepción. Fue una manga repartida, luego una villa colonial, más tarde un centro industrial, y hoy una ciudad global. Antes de eso, fue territorio indígena. Y antes aún, parte de un continente que ni se sabía si existía. Los españoles que llegaron aquí venían de un país que tampoco era puro ni estático: España se construyó sobre capas de griegos, romanos, visigodos, árabes y cristianos, cada uno dejando su marca, desplazando, mezclando y apropiando.
Así ha sido siempre. Lo que hoy llamamos “gentrificación” no es más que la última iteración de un fenómeno humano ancestral. El tema es que justo ahora, después de milenios de lo mismo, que sentimos que nos llega a afectar en nuestra casa. ¿Acaso pensábamos que el mundo iba a congelarse justo cuando nosotros llegamos? Las sociedades nunca han sido estáticas. Creer que podríamos vivir eternamente bajo las mismas condiciones es desconocer que la historia de la humanidad es una de cambio constante, de avances, de conquistas y adaptaciones.
La estabilidad absoluta es una ficción; lo normal ha sido siempre la transformación.
Turistificación: el nuevo enemigo cómodo
Se ha vuelto fácil culpar al turista. Al rubio con acento américano que paga en dólares, o al “nuevo rico” que compra un apartamento para rentarlo en Airbnb. Se culpa al visitante por los precios, por atiborrar los bares de moda, o hasta por la comercialización estética de la pobreza. Pero rara vez se menciona al local que vendió, alquiló, promovió o decidió lucrarse con ese mismo proceso. Y no se trata de un fenómeno reciente: desde las primeras encomiendas coloniales hasta las compraventas de tierras en el siglo XIX, los mismos habitantes —o quienes tuvieron acceso al poder— fueron actores activos en las transformaciones del territorio.
Las élites locales han sido socias históricas del capital externo. Cada ciclo de expansión en Medellín, desde la industrialización hasta la actual economía digital, ha contado con participación interna que validó, facilitó o incluso impulsó ese cambio. Ignorar ese rol es borrar la mitad de nuestra historia.
No hay gentrificación sin transacción. Nadie le expropia a nadie. Lo que hay es simples dinámicas de mercado. Y sí, hay consecuencias sociales que deben discutirse, pero no desde el resentimiento ni desde la nostalgia por un pasado que nunca fue perfecto.
El desarrollo de Medellín también es resultado de ese comercio libre, de esa apertura al mundo, de esa competencia por mejorar. Desde sus inicios como villa colonial hasta su actual papel como destino de inversión, la ciudad ha prosperado precisamente porque ha sabido integrarse a flujos más amplios de capital, migración y tecnología.
Ya en el siglo XIX, fueron ingenieros europeos quienes trajeron consigo los primeros sistemas de alcantarillado moderno. El primer tranvía eléctrico, inaugurado en 1921, fue también un símbolo de esa Medellín que miraba hacia afuera para avanzar. Los saberes y capitales extranjeros no solo construyeron infraestructura: también trajeron modelos educativos, industriales y urbanos que ayudaron a convertir a la ciudad en un centro dinámico.
Como otras urbes del mundo, Medellín ha crecido no por resistirse al cambio, sino por adaptarse a él, incorporando lo nuevo sin necesidad de renunciar a su esencia. Cada oleada de progreso —desde el café hasta el software— ha sido posible gracias a esa disposición a abrirse y competir. En ese sentido, la evolución urbana no es una amenaza, sino el reflejo de una ciudad viva que no teme al futuro.
Nueva York, Miami y ahora Medellín, la ley natural del crecimiento urbano
El ejemplo es claro: los Estados Unidos se construyeron a partir del principio de que cualquiera puede llegar y prosperar. Eso no fue gentrificación: fue crecimiento. Nueva York no es lo que es porque protegió a sus primeros habitantes, sino porque permitió que millones llegaran a cambiarla. Miami se ha transformado gracias a la llegada de latinos que, en muchos casos, desplazaron a otros. Nadie lo llama turistificación: lo llaman progreso.
Y esta dinámica no es exclusiva del hemisferio occidental moderno. Desde la expansión de Roma, que absorbió y transformó territorios enteros bajo su modelo urbano y comercial, hasta el auge de ciudades como París o Londres tras siglos de migraciones internas y externas, el patrón es el mismo: las ciudades vibrantes son las que reciben, se adaptan y se reinventan. No existe historia urbana sin desplazamiento, sin fricción, sin cambio. Medellín está simplemente atravesando una versión contemporánea de ese mismo proceso.
Pretender que Medellín sea la excepción a esa lógica es ingenuo. El verdadero debate debería ser cómo se incluyen a más personas en ese progreso, no cómo se impide que otros lleguen a participar de él. Porque cuando un lugar mejora, es natural que más gente quiera vivir allí. Eso no es una crisis: es una señal de éxito.
Lo que sí debería preocuparnos es la falta de memoria histórica. No entendemos lo que vivimos porque no sabemos de dónde venimos. Si estudiáramos la historia de las ciudades, veríamos que cada etapa de transformación representa una oportunidad. Y esa oportunidad se aprovecha no llorando por el cambio, sino preparándose para él. Nos falta educación cívica, pero sobre todo, educación histórica. No para resistir el cambio, sino para entender cómo sumarnos a él con inteligencia. La gentrificación no se combate con discursos: se responde con acción, con preparación, con visión.
Nos quejamos cuando llegan, pero hacemos lo mismo al irnos
Y si queremos hablar de coherencia, pongámonos frente al espejo. Decenas de miles de colombianos emigran cada año buscando una vida mejor. Entran a mercados laborales, alquilan viviendas, elevan precios, transforman costumbres. Eso, en definición, es gentrificación en otros países. Pero allá lo llamamos “salir adelante”. Aquí lo llamamos “invasión”.
Lo digo con conocimiento de causa. Viví en Sídney, Australia, donde estudié y más tarde trabajé como director de marketing en una empresa local. Ocupé un cargo que perfectamente pudo haber sido para un australiano. Viví en una casa bien ubicada, en un barrio en pleno proceso de transformación. Eso también es gentrificación. Fui parte de ese proceso, como lo son tantos migrantes en ciudades del mundo. No con culpa, sino con claridad: uno llega a donde puede construir una mejor vida, y eso ha sido así desde siempre.
Criticar la llegada de extranjeros a Medellín sin reconocer que nosotros hacemos lo mismo cuando cruzamos la frontera es cerrar los ojos ante la realidad global. La movilidad humana y el deseo de prosperar no conocen de fronteras ni de contradicciones ideológicas. Lo que cambia es la narrativa, no el fenómeno.
El doble rasero es evidente. Rechazar lo que hacemos en otros lugares cuando alguien más lo hace aquí no es defender la justicia: es hipocresía disfrazada de localismo. Si queremos que Medellín crezca, debemos entender que ese crecimiento atraerá nuevos actores, nuevas culturas, nuevas inversiones. Negarlo es una fantasía conservadora. Lo verdaderamente progresista es permitir que esa transformación siga su curso.
Esta no es la primera vez que pasa en el mundo, pero sí es la primera vez que nos pasa a nosotros. La reacción de miedo es comprensible: nace del desconocimiento. Nadie tiene miedo cuando sabe qué hacer. Por eso, más que rechazar el fenómeno, deberíamos aprender a navegarlo. Eduquémonos, entendamos el momento histórico que vivimos, y aprovechemos esta ola en vez de quedarnos en la orilla quejándonos. Las ciudades no se detienen; lo que podemos decidir es si participamos en su evolución o nos convertimos en sus espectadores.
Alejandro Gonzalez
Founder of Blackroom
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